En 1969 corrían tiempos mágicos para el género. En gran parte esto podía atribuirse al descubrimiento del lenguaje bluesero por parte del público joven blanco. Los patriarcas del blues de Chicago, como Muddy Waters, requerían entonces merecido renombre como faros señeros, mientras que una generación de discípulos más jóvenes como Mike Bloomfield y Paul Butterfield forjaban carreras solidas por derecho propio.