Durante la primera década del nuevo siglo se ha conformado el hipermodernismo: la inauguración de la era post Contemporánea. Se le puede definir como la exposición a la multiplicidad de cosas en concordancia con la aceleración del tiempo —de su imperio—, sobre el espacio, en plena época digital.
En el aspecto musical está considerado como el paso siguiente de la world music (proyección al exterior de tradiciones y folklor locales como productos exóticos y excéntricos, considerados como portadores del “sentido de la diferencia”) y del world beat (proyección exogámica de los mismos productos con capas aleatorias de diversas corrientes electrónicas, del dancefloor al house avant-garde, por ejemplo). A la sonoridad hipermoderna se le conoce hoy como la música de los años cero. Y en ella está ensamblado el paisaje sonoro de la fragmentación con la que se construye nuestra realidad actual.
Con el hipermodernismo nunca se sabe qué sorpresas deparará el pasado inmediato, porque el siglo XX fue extraordinario al ofrecer su variedad de imágenes y la multiplicidad de experiencias que humanistas, científicos y artistas pusieron en la palestra y que hacia su final la tecnología (la democratización cibernética) puso a disposición literalmente de todos. Surgió entonces con el nuevo siglo una heterogeneidad “natural” como destino del arte.
El cine y el devenir culinario finisecular contribuyeron sobremanera con la música porque aportaron la posibilidad de pasar de una escena a la otra, dejando al escucha la posibilidad de reconstruir el tejido original. En la música como en el cine, hoy sólo se muestra lo que cuenta de verdad. Y también como la mejor cocina —otro arte que ha cobrado nueva relevancia en el preludio de la era— la música hipermoderna es la que permite reconocer cada uno de los elementos que integran un platillo recién creado.
El músico hipermoderno toca con estilo local (es decir, “evoca” con sus sonidos particulares los repertorios internacionales, en todos sus géneros o en piezas armadas seleccionando distintas partes de ellos), pero la calidad de dichos sonidos proviene de la tecnología de punta primermundista. Toca con las instrumentaciones propias de su entorno y/o ajenas, acústicas y/o electrónicas. Tal músico puede permanecer en su región y conectarse vía Internet con aquellos con quienes quiere interactuar o colaborar enviando o recibiendo materiales sonoros para actuar en los campos alternativos e indie, o puede igualmente desplazarse a los centros especializados en distintos lugares del planeta para grabar con productores avezados y materiales hi-tech. Y, a continuación, distribuir multimedialmente su manifestación artística hacia oídos y ojos que se han acostumbrado a ver, oír y consumir música de otras maneras: del MP3 al MP7. Ipod, Cable, podcast, YouTube, MySpace, telefonía plurifuncional, digital, satelital o de cualquier índole u onda cibernética.
La música global de hoy está, pues, hecha en condiciones regionales, utilizando muchas veces los propios recursos (en lo que puede ser una voluntaria búsqueda del lo-fi), o aventurarse al hi-tech intercultural pero con la comprensión del “oído” internacional, con un entendimiento del universo sonoro subyacente dentro del cual debe ser expresada aquella “diferencia” si es que quiere ser escuchada (y no quedarse sólo como folklor interno, regresivo y turístico). Esta música global describe menos un estilo musical (o un contenido) que un valor auditivo. Es un valor constituido en primera instancia a través del intercambio cosmopolita de bienes musicales, materiales y unido a la tecnología digital.
Todo ello es la confirmación de que los hábitos para adquirir los conocimientos y la escucha de la música han cambiado. La última década ha sido un tiempo de prueba para ponderar la fuerte naturaleza proteica de la Web y de sus inquilinos. Aquellos que van espantando los miedos al futuro y lidereando la evolución audícola. ,
El público está ahí. Son esas personas conectadas al mundo de hoy. Sin embargo, casi no hay publicidad para dicha manifestación artística, nada muy visible, los medios masivos no se desviven por dar a conocer sobre lo que aquí llamaremos BABEL XXI: el gran concierto de la música contemporánea, la que se hace cotidianamente en el planeta a cargo de músicos veteranos tanto como de jóvenes en cualquier ámbito y rincón mundano. Eso sí, todos ellos de primera fila que exploran el continente ignorado de la música que se hace en la actualidad: la más cercana en el tiempo a nosotros, y sin embargo, la menos escuchada, porque muchos aficionados al repertorio del mainstream le huyen, y porque tampoco tiene lugar en el papanatismo de lo cool, en la vacua beatería de la tendencia y de lo trendy, en la ignorancia de los programadores, en la dictadura de las grandes compañías o de los ejecutivos amaestrados por el raiting. BABEL XXI —la música global— es la manifestación artistica para la gente curiosa que aspira a descubrir algo, a formarse el gusto no sólo con lo ya conocido y texturizado sino con lo inesperado.
Lo inesperado de compositores vivos sobre los que apenas se sabe o no se sabe nada como (Antibalas, Vampire Weekend, Foals, Animal Collective, Mitsoobishi Jacson, Albert Kuvezin, Klazz Brothers y un largo etcétera). La contraparte para el rudo esnobismo que desdeña cualquier cosa que no sea la última moda o para quienes no debe haber nada más raro que la idea de un solista o grupo que toque (blues sub sahariano, Lo-Fi trasgresivo, afrobeat de Brooklyn, art-rock javanés, son germano, anti-folk irlandés, nu-gaze californiano, neo-soul británico, balkanbeat neoyorquino, grunge mongol o gospel psicodélico rumano, con instrumentos o sin ellos) vestido con una singularidad definitivamente sobremoderna (Devendra Banhart, Yat-Kha, por ejemplo) y dotado de una energía expansiva que arrebata tanto como su impetuoso virtuosismo desde el instante en que sujeta el cuerpo de sus instrumentos o acaricia el teclado de sus ordenadores y rasga el aire o la atmósfera digital con sus notas. BABEL XXI los dará a conocer y será la alternativa.